
Por. Andrea Benko

Más allá de la funcionalidad, el arquitecto mexicano Luis Barragán concebía la arquitectura como un refugio para los sentidos. Su obra no solo construye espacios, sino que crea atmósferas cargadas de emoción, paz, asombro y pertenencia, como si hubiera una conexión espiritual con el entorno. Lo definen como un acto sublime de imaginación poética.
Para él, la arquitectura debía crear un refugio, un lugar donde la calma y la introspección se volvieran parte de la experiencia cotidiana utilizando solo elementos esenciales en la geometría y definiéndola con color, luz y volumen, transformándola así en una experiencia sensorial.
Sus obras, como la Casa Franco, construida en 1929; las Torres de Satélite, iconos de Ciudad de México; la sorprendente ampliación de la Capilla de las Capuchinas en 1953; su propio hogar, la Casa Estudio construida en 1948, y su última obra, la Casa Gilardi construida en 1976, son monumentos que exaltan la sensibilidad humana. Su maestría radica en cómo los tonos vibrantes no son usados solo para decorar, sino para comunicar. Sus colores elegidos fueron el rosa mexicano, los amarillos intensos y los ocres profundos que evocan sensaciones.




Barragán demostró que la arquitectura no es solo construir, sino emocionar. Su legado nos recuerda que los espacios pueden ser santuarios de calma y belleza, y que el color es mucho más que un adorno, para él, es el alma de la arquitectura.
Su Casa Estudio, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, es la síntesis de su visión. Con altos y sólidos muros de tonos cálidos que juegan con la luz natural del sol y proyectan sombras que cambian a lo largo del día, ventanas estratégicamente ubicadas que permiten que la luz transforme el espacio a lo largo del día y una icónica escalera sin baranda que es un manifiesto en el espacio, esta casa es el reflejo más puro de su filosofía. Es además, una de las obras arquitectónicas contemporáneas de mayor trascendencia en el contexto internacional.
Su genialidad fue reconocida con el Premio Pritzker –también conocido como el Nobel de la arquitectura– en 1980, convirtiéndose así en el primer latinoamericano en obtenerlo, consolidándolo como el maestro que hizo del color su lenguaje emocional. Su verdadero legado está en la manera en que sus espacios siguen tocando el alma de quienes los habitan y así también, la aceptación estoica de la soledad como destino del hombre.






En Chile, su visión resuena en algunas obras que comparten su enfoque en la creación de espacios que evocan emociones a través del color, la luz y la materialidad y que, al igual que las suyas, buscan conmover. Esta arquitectura emocional se puede ver en algunas obras de los reconocidos arquitectos Mirene Elton y Mauricio Léniz, quienes emplean volumetría y celosías de ladrillo que filtran la luz para generar espacios, así como también en obras diseñadas por Camplá & Asociados Arquitectos, que logran una dinámica de espacios interiores para la calma y reflexión. Por supuesto, no podemos dejar de mencionar a Luciano Kulczewski, que a principios del siglo XX ya manifestaba esta sensibilidad en la creación de espacios capaces de impactar emocionalmente.
Arquitectura emocional, como ha sido definida la filosofía de Barragán, es entonces la creación de obras que reflejen la profunda preocupación por la experiencia sensorial y emocional de quienes las viven y es una arquitectura que se basa simplemente en el uso de la luz y el color para generar una emoción. Es el arte de crear espacios abiertos que nos hablen, que nos envuelvan, que nos recuerden que siempre podemos encontrar un refugio para el alma.
